Romance recogido por Ramírez de Arellano en 1902[1]
I
En esta ciudad moraba, en el siglo diez y ocho, bien acomodado y noble, un honrado matrimonio, que del Cristo de las Ánimas era ferviente devoto.
Tan solo un hijo tenía siendo ya a su edad impropio que no hablase una palabra cuando el niño no era sordo.
Una tarde, allá en la ermita de aquel Cristo milagroso, ante la sagrada imagen, postrados los tres de hinojos, ofrecieron que si hablaba lo destinaban gustosos, en la edad correspondiente, a abrazar el sacerdocio.
Pasados algunos días oyerónle con asombro pronunciar algunas frases, y en un intervalo corto desaparecer su falta y expresarse como todos.
Pasados algunos años, realizando antiguos votos, la ermita del Santo Cristo ostenta ricos adornos para la primera misa de aquél joven estudioso, quien, como eterna memoria, hizo poner un exvoto que en una pared colgado ha llegado hasta nosotros.
II
Entró el siglo diez y nueve, para España tan funesto, en que sus valientes hijos mares de sangre vertieron.
Contra ajenas ambiciones batallaron con denuedo y las águilas francesas al fin lanzaron del reino.
Seis años de horrible lucha sin desmayar un momento, sin que fuera esta ciudad de las que sufrieran menos.
En mil ochocientos diez tomó en Córdoba el gobierno el general Godinot, quien, sanguinario y soberbio, con sus despóticos actos a todos infundió miedo.
A los frailes ordenó desalojar sus conventos, trocándolos en cuarteles, y en sus respetados templos arrancaron los altares consumiéndolos el fuego, ya para guisar sus ranchos ya a calentarse con ellos.
A su vez en los de monjas otorgaron el derecho de exclaustrarse toda aquella que dejar quisiera el velo.
Aun conservaba la gente aquel místico respeto enseñado por sus padres hacia la iglesia y el clero, y todo cuanto en su contra los franceses dispusieron, aumentaba su coraje, pronunciando juramentos de venganza, de exterminio, contra el infame extranjero.
III
Entre sí los cordobeses comunicaban noticias de las tropas españolas, oyendo con alegría cuantas victorias lograban divisiones y guerrillas, según en el enemigo más o menos fuerza había; mas en situación tan triste gran tacto se necesita para ver con quién se habla y saber en quién se fía.
Era el quince de septiembre, cuando, al parecer tranquila, por la calle del Pilero una exclaustrada subía.
Con don Francisco de Sales Ramírez, que a su vez iba por aquel sitio, paróse y con gran hipocresía, fingiendo amistad sincera, y tenerle en gran estima, le preguntó cuándo aquella situación acabaría.
El buen señor la juzgaba más cautelosa y más digna, no teniendo inconveniente, con la reserva precisa, en manifestar que pronto una división vendría a salvar esta ciudad de aquella opresión inicua.
La monja se despidió de Ramírez y a seguida, sin pensar en el peligro que su imprudencia traería, fue a la casa del Marqués de Villaverde, y sumisa, se presenta al General Godinot que en ella habita.
Le suplicó, si era cierta de las tropas la partida, permiso de acompañarlas, porque no estaba tranquila, presumiendo que al convento otra vez la llevarían.
Atento escuchó aquel monstruo sus temores y sus cuitas; la consoló preguntando, con una calma mentida, la proporción y el origen de aquella falsa noticia.
Ella viéndolo tan fino, hizo relación sencilla de cuanto le dijo el cura en su reciente entrevista.
Se despidió consolada por ser todo una mentira y que fuera del convento libremente seguiría.
IV
En cuanto se fue la monja Godinot, hecho una fiera, a los ayudantes llama, y a grandes voces ordena que a D. Francisco Ramírez llevasen a su presencia.
Poco se tardó en llegar, sin maliciarse siquiera que la monja cometiese semejante ligereza.
El general le ordenó pronto la verdad dijera de cuanto por la mañana hubo hablado con aquella.
—Soy sacerdote y mi estado no me permite que mienta, contestó, seguidamente y con la mayor franqueza, la verdad dijo desnuda, verdad que fue su sentencia.
—Corred, gritó el General, llevadlo a la Corredera y que al momento lo ahorquen hasta con la misma teja con que ese impostor infame, y vil, cubre su cabeza.
Ramírez salió escoltado sin proferir una queja; en la puerta de la cárcel en un banquillo le sientan, en tanto forman la horca donde su martirio espera.
Una hora no se tardó en cumplirse la sentencia, con tormentos que a aquel justo del cielo abrieron las puertas.
Al palacio del Obispo Trevilla, llegó la nueva aprestándose a rogar al General desistiera de aquel vil asesinato; más cuando en su coche llega a la Cruz del Rastro escucha, con inconsolable pena, la campana de San Pedro que ya por el alma ruega de don Francisco Ramírez, mártir de la independencia.
- ↑ Fuente: Romances histórico-tradicionales de Córdoba. Teodomiro Ramírez de Arellano. Disponible en Biblioteca de Córdoba