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Don Julio Degayón (Notas cordobesas)

De Cordobapedia
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Aunque no vió la luz primera en la ciudad de la Mezquita era un cordobés neto y merece, por tanto, figurar en estas Notas.

Don Julio Degayón nació en Sevilla y estudió la pintura en la Academia de don Manuel Barrón y en la de Bellas Artes de Santa Isabel de dicha capital.

En el año 1865 trasladó su residencia á Córdoba y aquí permaneció el resto de su vida, desempeñando primero una clase en la desaparecida Escuela provincial de Bellas Artes y después ejerciendo el cargo de auxiliar en la Escuela de Artes y Oficios.

¿Quién no lo recuerda? Hombre de facciones duras y de faz abotargada, recio de cuerpo, pausado en el andar y en la conversación, tipo genuinamente andaluz, gran aficionado á la clásica fiesta de toros, consiguió una extraordinaria popularidad, más que corno artista y profesor como persona de gracia, según se dice en esta tierra.

Produjo escaso número de obras pictóricas pero todas muy estimables por la corrección del dibujo y la justeza del color.

Algunos de sus cuadros valiéronle premios en diversas exposiciones provinciales

Por su clase de la Escuela de Bellas Artes desfilaron varias generaciones y entre ellas todos los artistas que hubo en nuestra población durante la segunda mitad del siglo XIX.

Y aquella multitud de alumnos respetaba y quería á don Julio porque sabía hacerse respetar y querer de todas las clases sociales.

Entre sus amigos íntimos lo mismo figuraba el alto funcionario que el torero, el aristócrata de elevada alcurnia que el sér más humilde.

Degayón era indispensable en toda cacería, en toda juerga organizada por Lagartijo, con quien le unían lazos casi fraternales; en toda parranda de aquellas con que dejó memoria perdurable cierto cantón famoso.

Como que él constituía el elemento principal de la diversión, por su gracia inagotable, por su ingenio, por sus ocurrencias, por su conversación amena y chispeante.

Muchas frases suyas se hicieron célebres y aun perduran en la memoria de quienes las escucharon.

Tuvo la repetida Escuela de Bellas Artes un conserje que se vanagloriaba de haber nacido en uno de los pueblos donde más criminales hubo en tiempos lejanos y de ser amigo de todos ellos.

Se hablaba de cualquier malhechor y al punto decía: ¿quién, fulano? era muy buen muchacho, mató á dos compañeros suyos en una riña, ó robó á don Zutano, después de acribillarle á puñaladas, ó incendió una casa para vengarse de un sujeto que le jugó una mala partida, y así sucesivamente.

Un discípulo de don Julio Degayón obtuvo un destino en el pueblo indicado; comunicó á su profesor la noticia y aquél le dijo con su calma habitual: pues creo que no vas á pasarlo bien porque allí necesita, por lo menos, haber asesinado á su padre quien pretenda ser respetado y querido.

Un día, al ver á una mujer excesivamente alta y con unas piernas larguísimas exclamó: el pavo que le pique á esa en una nalga vale lo menos cinco napoleones.

Un antiguo alumno del veterano pintor dibujó una cabeza de tamaño colosal y mostrábase satisfechísimo de su trabajo considerándolo una obra maestra.

¿Qué cree usted, don Julio, -interrogó al catedrático- que débo hacer con ella, ponerle un marco ó pegarla en un tablero?

Yo si fuera tú, le respondió Degayón, haría una cometa, le soltaría mucha guita y cuando estuviera muy alta le cortaría la cuerda para no volverla á ver, porque eso es un mamarracho.

El consejo dejó frío al dibujante.

-Otro discípulo de Degayón efectuó un viaje á Italia. Al regresar hacíase lenguas en elogio de la citada nación y de sus innumerables tesoros y encantos. ¡Qué cielo, qué paisajes, qué monumentos, qué cuadros, qué esculturas, qué mujeres y qué vinos! Los de Córdoba y Jerez, afirmaba, son zagardúa al lado de aquellos. He traído, añadía, unas cuantas botellas de uno de los más corrientes allí que resulta bálsamo, néctar de los dioses.

Ya lo probarán ustedes, seguía diciendo, á todos los amigos con quienes hablaba de la excursión. Después de mucho anunciarlo, una noche llevó á la Escuela de Bellas Artes una de las preciadas botellas para que se relamieran de gusto los profesores.

Empezó á repartir pequeñas copas y á preguntar á los agasajados que les parecía el vinillo. Todos contestaban que muy bueno, más por cortesía que porque les agradase.

Llegó el turno á don Julio Degayón, paladeó el líquido y antes de que acabase de beberlo el escanciador interrogóle impaciente: ¿verdad que usted no ha bebido cosa que se le parezca?

Sí la he bebido, respondió el catedrático.

¿Cuándo y dónde? atrevióse á seguir preguntando el alumno.

Pues todos los días en la ensalá, fué la replica del ocurrente anciano.

Una carcajada general ahogó la ingeniosa frase que produjo al admirador de Italia el efecto de un tiro.

En los tiempos á que se refieren estos apuntes la Diputación provincial solía pagar los haberes á sus empleados en calderilla, encerrada, según antigua costumbre, en esportillas de palma, cada una de las cuales contenía veinticinco pesetas.

Y rara era la esportilla á la que no faltaban dos ó tres monedas y en la que no había, además, algunas falsas.

Cobró una mensualidad, retrasada por supuesto, don Julio Degayón, y al contar el dinero, en su domicilio, no sólo halló innumerables piezas de las llamadas de cara, que ya no pasaban, francesas y de otras naciones, sino que advirtió, con la indignación y el asombro consiguientes, que cada envoltorio de aquellos sólo contenía noventa y cinco reales.

Inmediatamente fue á la Diputación provincial y formuló la reclamación oportuna al pagador. Este, mal humorado, limitóse á decirle: lo siento pero no lo puedo remediar; yo no hago las esportillas.

Quedóse Degayón mirándole fijamente y contestó con ira: tampoco los veterinarios hacen los caballos, pero los castran.

El viejo profesor de la Escuela de Bellas Artes era hombre de gran entereza; de los que sin hacer gala jamás de valentia, no sufren impertinencia ni humillación alguna y están siempre dispuestos á jugarse la vida en defensa de la dignidad.

Una prueba de su recio temple fué el incidente que le ocurrió en nuestra plaza de toros, el cual acaso le habría costado la vida sin la intervención de los milicianos nacionales.

Los años, los padecimientos físicos y morales y los reveses de fortuna, no consiguieron modificar el carácter ni las condiciones de don Julio Degayón y, poco antes de abandonar esta vida, le veíamos, demacrado, con la respiración fatigosa y el paso vacilante, pero sin que le faltasen un rasgo de energía cuando era necesario demostrarla, una frase de ingenio para contestar á la broma del amigo, ni una historia alegre con que amenizar cualquier reunión.