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A continuación se transcribe un fragmento de Notas Cordobesas de Ricardo de Montis Romero sobre la industria de la seda en Córdoba:[1]

Una de las industrias más antiguas de Córdoba, de mayor importancia y que han desaparecido por completo fué la de la seda.
Al tratar de ella vienen á la memoria recuerdos gratísimos del pasado, del solar de nuestros mayores, con sus sanas costumbres y su inefable poesía.
A fines del siglo XVI, la producción de la seda constituía uno de los principales elementos de la riqueza de nuestra ciudad.
Demuéstralo el número de los tornos y telares dedicados á tal industria; los primeros ascendían á doscientos y los segundos pasaban de mil setecientos.
En dichos telares tejíanse damascos, rasos, terciopelos, tafetanes, felpas, sargas y cintas.
De ellos salieron las magníficas colgaduras de terciopelo que ostenta el Crucero de la Catedral en las grandes fiestas, colgaduras hechas por obreros de Lyón traidos expresamente para confeccionarlas; esas colchas de damasco que engalanan los balcones de las casas antiguas cuando recorre nuestras calles la solemne procesión del Corpus; esas viejas mantillas que nuestras abuelas guardan en el fondo de los claveteados arcones, entre olorosos membrillos para que no se apolillen.
Como la morera es un elemento indispensable para la cría del gusano de seda, abundaba extraordinariamente en Córdoba.
Formaba las cercas de las fincas de campo; no había patio, corral ni huerto en que faltase; casa de las moreras llamaban á un edificio de la calle de los Judíos y á otro situado en la Calle de la Morería, porque en ellos había gran número de esos árboles, y huerta del Moreal denominase aún una de las más próximas á nuestra población, seguramente por la misma causa.
En la antigüedad dictóse una ordenanza en virtud de la cual se disponía la plantación en cada haza de cierto número de moreras.
Al principio del siglo XIX prohibióse la exportación de la seda en rama al extranjero y esta disposición asestó un golpe de muerte á la citada industria cordobesa.
Valencia tuvo que abaratar el precio de sus sedas, y como eran mucho más finas que las que aquí se elaboraban, estas pronto quedaron relegadas al olvido.
Y ya en los tiempos actuales vemos que la cría del gusano de seda constituía en nuestra capital más que un negocio una distracción provechosa, distracción favorita de las mujeres, lo mismo de las clases elevadas que del pueblo.
Unas en mayor escala que otras, con sujeción á los elementos de que disponían, echaban todos los años los gusanos, según la frase empleada por ellas, cuidábanlos con esmero esclusivamente femenil, preparándoles las ramas en donde habían de realizar su prodigiosa labor, poniéndoles diariamente hojas frescas de morera, impidiendo á todo el mundo que se les acercara cuando fabricaban el capullo y procurando contrarrestar con otros los ruídos de las tormentas porque, según una creencia vulgar, esas orugas mueren al oirla.
Los domingos la familia iba al campo para proveerse de hojas de morera, y los demás días de la semana, los muchachos, cuando salían de la escuela, encaminábanse al huerto en donde, mediante el pago de una suma la cual solía ascender á ocho o diez reales mensuales por la hoja que cogieran un día sí y otro no á cada árbol, les proporcionaban la alimentación de los gusanos de seda.
Cuando estaban los capullos concluídos y sus misteriosos constructores los rompían para salir transformados en mariposas, á las anteriores tareas sucedían otras no menos delicadas: la de cojer la semilla del animal y la de hilar la seda, para las que eran precisas habilidad y paciencia extraordinarias.
Del fondo de la caldera donde se depositaban los capullos iban saliendo hilos casi invisibles que, juntos y torcidos, constituían luego la finísima hebra.
Manos de hadas se necesitaban para hilarla por estos procedimientos primitivos.
Y seguía al hilado la operación, ya menos difícil, del teñido y luego pasaba la reda al telar, con júbilo inmenso de la mujer, merced á cuyos afanes y trabajos se habían realizado todas esas admirables evoluciones.
Y allí, poco a poco, transformábase en la vistosa corbata que serviría de regalo para el novio; en la faja destinada al padre; en las vueltas que había de lucir la capa de paño azul, también fabricado en Córdoba, ó en la tela del paraguas encarnado, característico de nuestra antigua ciudad, que duraba eternamente y bajo el cual podía librarse de la lluvia toda una familia.
Confeccionadas las prendas que cada cultivadora de esta industria tenía el capricho de poseer vendía el resto de los capullos y, por regla general, dedicaba su importe al pago de la renta de la casa.
El pueblo llamaba gráficamente al producto de la cría del gusano el pegujal de la mujer.
Abundaban las obreras dedicadas á hilar y tejer la seda; las últimas fueron dos hermanas, conocidas por las tejedoras, que habitaban en la Calle del Amparo.
Entre los gusanos críanse algunos, denominados con gran propiedad gorrones porque no confeccionan capullos y, sin embargo, disfrutan de los cuidados de que son objeto los demás; es decir, pretenden disfrutar porque las personas prácticas en la cría los conocen y condenan á una muerte terrible, para que también les sean útiles.
Los echan en un recipiente lleno de vinagre, donde permanecen durante cuarenta y ocho horas; transcurrido ese tiempo cógenlos por las dos extremidades, tiran con fuerza y quedan convertidos en dos gruesas hebras, resistentes é impermeables; en esas hebras denominadas aderezos por los pescadores á quienes sirven para sujetar el anzuelo á la cuerda.
Antiguamente, con tales hebras ó aderezos, también se tejían bolsas para el dinero, que parecían de plata por su color y brillo.
Así los gorrones resultaban útiles, lo mismo que la seda inservible para los tejidos, con la cual adornaban los talabarteros cabezadas, cinchas y pretales.
En la segunda mitad del siglo XIX desapareció por completo en Córdoba la repetida industria: hace algunos años se trató de constituir, para restablecerla, una sociedad, pero este proyecto, como otros muchos, no llegó á la práctica y hoy solo nos quedan de aquel elemento importantísimo de riqueza el recuerdo que aun perdura en la memoria de los ancianos; las hermosas colgaduras que vemos en el Crucero de la Catedral cuando se celebran los grandes acontecimientos religiosos; algunas prendas cuidadosamente guardadas en el fondo del arca de la abuela y una casa en la Calle Muñices á la que el vulgo denomina Casa de la Seda porque los antecesores de sus actuales dueños desarrollaron allí tal negocio en gran escala.

Referencias

  1. Texto extraído de Notas Cordobesas de Ricardo de Montis Romero.

[[Categoría:Economía del siglo XIX]]