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Frases que quedan (Notas cordobesas)

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Frases que quedan

Era un cordobés digno de elogio y de admiración.

Pertenecía a una familia humilde; en su juventud aprendió un modesto oficio, pero deseoso de variar de posición y de esfera, estudió mucho, trabajó más y, merced al talento, a la laboriosidad y la honradez, consiguió desempeñar un cargo de importancia, vivir desahogadamente y captarse el afecto y la consideración, no sólo de sus amigos, sino de todos sus conciudadanos.

Pero este hombre, como todos, tenía su debilidad, casi una verdadera monomanía, bastante arraigada por cierto, la de hablar con irreprochable corrección, empleando palabras rebuscadas para huir de la vulgaridad, aunque muchas veces no estuvieran bien aplicadas ni resultaran fiel expresión del pensamiento.

Sus compañeros y contertulios tenían muchas veces que disimular la risa provocada por el original léxico de nuestro hombre.

Una noche compró en una confitería una ración de jamón; marchó a su casa y al quitar el papel en que iba envuelto el regalo que llevaba a su familia, notó que había más parte de tocino que de magro, apesar de haber advertido al confitero que le diera buen genero y le despachara bien.

Acto seguido volvió a empapelar la compra, marchó al establecimiento de donde procedía y arrojando el envoltorio sobre el mostrador exclamó todo indignado: esta ración de jamón todo tocino no se le da a ninguna persona sensata.

Federico Canalejas fué un verdadero bohemio de la literatura; un excelente periodista, un poeta de gran ingenio y un hombre de mucha gracia.

En Madrid, donde pasó la mayor parte de su vida, no sólo gozaba del afecto de sus colegas de trabajo en las redacciones de los periódicos, sino de insignes personalidades que sabían apreciar los méritos del chispeante escritor.

Núñez de Arce y Campoamor le estimaban y protegían y pasaban ratos muy agradables oyéndole recitar su originalísima parodia de El Idilio del primero o algunas imitaciones de las Humoradas del segundo, entre las que había muchas tan admirables como esta:

Mi zapatero se ha pegado un tiro. ¡Inglés te aborrecí y héroe te admiro!”

Canalejas, que pertenecía a una familia cordobesa vino a nuestra capital para figurar, como redactor, del periódico La Unión y, en pocos días, consiguió una popularidad envidiable.

En las tertulias de los teatros, de los casinos, de los cafés se lo disputaban para oir sus cuentos y anécdotas, sus poesías, las frases de ingenio que, a cada instante, brotaban de sus labios.

El no concedía valor al dinero; cuando no lo tenia, que era casi siempre, pedíalo al primer amigo o conocido que encontraba y, si de este modo no lo podía adquirir, recurría a las casas de préstamos, llevando aunque fuese la prenda o el efecto más indispensable.

De todos los vicios el que más le dominaba era el café; tomaba cuatro o cinco tazas al día, sin que alteraran su sistema nervioso ni le despojaran de su calma habitual y característica.

En una ocasión hablábase en un corro del que él formaba parte de un muchacho estudioso, listo, trabajador, honrado y exento de toda clase de vicios.

La apología del joven iba resultando ya larga y Federico Canalejas, que permanecía silencioso, harto de ditirambos, pronunció estas frases que lo retrataba de cuerpo entero: ¿y a ese le tienen ustedes por un chico listo? Pues están en un error ¡Ya ven ustedes si será tonto que prefiere pasar un día sin tomar café a empeñar la capa.

Al forastero, porque en Córdoba lo conocía todo el vecindario, sin duda llamaba la atención aquel extraño tipo que a cualquier hora se encontraba paseando tranquilamente por las calles de la ciudad.

Envolvíase en larguísima capa de paño pardo con enorme esclavina; calzaba recios y bastos zapatones de cuero cordobés; lucía un antiquísimo sombrero calañés sujeto con un barbuquejo y en su semblante, siempre alegre y risueño, estaba estampado el sello de la felicidad.

Este hombre era un titulo de Castilla; sus deudos y mucha gente conceptuábanle como memo, pero, aunque no dejaba de cometer necedades, a veces tenia rasgos de ingenio y de gracia.

En una ocasión, el juzgado vióse obligado a entendérselas con él por ciertas andanzas; citóle repetidamente mas no compareció y entonces aquel decidió personarse en la casa del aristócrata para instruir las diligencias que el caso requería.

Llegó el juez con su acompañamiento de escribientes y alguaciles, preguntó al entrar por el dueño de la casa y este contestó en el acto ¿qué se le ofrece? desde el caballete de un tejado elevadísimo, en el que tomaba el sol,

El juzgado invitóle para que descendiera de aquellas alturas a fin de notificarle la providencia de que se trataba, pero nuestro hombre se negó resueltamente a facilitar la actuación que se pretendía, exclamando con su voz gangosa: yo nada tengo que ver con ustedes; la justicia mandará de tejas abajo, pero de tejas arriba, no.

Y siguió en el caballete haciendo compañía a algunos gatos.

Pertenecía a una familia aristocrática que disfrutó de buena posición y, como otras muchas, fué descendiendo por la pendiente de la adversidad hasta caer en el abismo de la miseria.

Era hombre pulcro, elegante, cortés y fino en grado sumo. Hablaba con gran afectación, rebuscando palabras y frases para exponer los conceptos más sencillos sin caer en la vulgaridad; él huía de todo lo vulgar como de la peste.

Llegó un día aciago en que se vió solo, falto por completo de recursos, sin deudos ni amigos que pudieran socorrerle y tuvo que apelar a la caridad oficial, que ostenta este nombre por sarcasmo. El infeliz ingresó en el Hospicio.

¡Qué terribles sufrimientos le proporcionaría este duro trance!

Sin embargo no originó cambio alguno en su modo de ser; pretendió seguir pasando por elegante con cuatro guiñapos. No quiso prescindir de la levita, una levita raida y llena de remiendos; ni de la corbata, un tirajo mugriento sujeto con un alfiler de plomo que ostentaba, a guisa de brillante, un trozo de vidrio; ni de los guantes, unos guantes tan rotos que por todas partes asomaban los dedos como si llevara mitones.

Tampoco renunció a su afectación en el hablar ni al empleo de términos rebuscados, que provocaban risa.

Llamábase Luis y, para imitar su finura, la gente le nombraba Don Ludis.

En el Hospicio dedicáronle a la confección de cuerdas de esparto, ocupación que sólo dejaba para ir, con su vela correspondiente, en algún entierro.

Y cuando cualquier persona de esas a quienes complace la desgracia agena le preguntaba: don Luís ¿y usted qué funciones desempeña en el Hospicio? Respondía con su cómica gravedad: yo ejerzo dos cargos importantes: soy director técnico de los talleres de espartería y llorón honorario en las pompas fúnebres.

Verificábase en la Audiencia la vista de una causa instruida contra un individuo que penetró en la casa de un pueblo y se apoderó de varias caballerías.

Casi toda la prueba era indiciaria; sólo había un testigo, vecino de la casa en que se cometió el robo, que juraba y perjuraba haber visto al procesado salir con las caballerías.

El defensor sostenía que desde el lugar donde estaba el testigo cuando se cometió el delito era imposible ver la puerta por donde huyó el ladrón y, por lo tanto, reconocerle, y para convencer del fundamento de sus afirmaciones al jurado, intentó hacer, sobre el bufete, una especie de plano de la casa, valiéndose de los libros, el birrete, la escribanía y otros objetos.

Esta es la puerta por donde entró el ladrón, decía colocando un libro en un estremo [sic] del bufete; este es el patio, y señalaba la lista de testigos puesta a continuación del libro; aquí está la cuadra, añadía, a la vez que variaba de sitio el tintero que representaba y aquí tenemos la habitación del testigo, decía por último, al mismo tiempo que llevaba de un lugar a otro el Código penal.

Cuando terminó el plano olvidósele la significación de cada objeto y continuó su informe, vacilante.

Fíjense bien los señores jurados; esta es la cuadra; el autor del robo entró por aquí y se dirigió a la cuadra; el testigo se hallaba en este punto opuesto a la cuadra; el ladrón salió por aquí de la cuadra y...

Et Presidente del Tribunal, hombre ocurrentísimo, al comprender el atolladero en que el defensor se encontraba, sacóle de él con esta cariñosa advertencia, dicha con la mayor naturalidad: señor letrado, pues creo que usted no sale de la cuadra.

Un ingenioso poeta, perteneciente a una familia aristocrática de Córdoba y poseedor de una buena fortuna, como las letras están reñidas con el dinero, se dió tal arte que, en pocos años, pasó de la opulencia a la ruina.

Llovían sobre él las deudas y los embargos, perdió todos sus bienes y últimamente tuvo que recurrir, para comer, a la venta paulatina, no sólo de los muebles y efectos de su casa, sino hasta de las prendas mas indispensable.

Un acreedor terco obstinóse en cobrarle una pequeña cantidad que le había proporcionado y diariamente enviaba un criado a pedírsela.

El sirviente observó que iba desapareciendo cuanto había en la casa; ya echaba de menos una sillería, y aun armario, ya una mesa, hasta encontrar las habitaciones vacías por completo, sin clavos siquiera en las paredes.

El fiel servidor se hizo cargo de la situación en que aquel pobre hombre se hallaba y un día cuando el acreedor le repitió el encargo cotidiano de que fuese a reclamarle el pago de la deuda, el criado dijo respetuosamente: señorito, mándeme aunque sea al fin del mundo y voy de cabeza, pero no me mande más a esa casa.

¿Y por que? preguntó el amo con acento fosco.

Porque un día de estos -contestó el sirviente- voy a encontrar a ese señor y a su familia durmiendo en un tendedero.

Don Francisco Romero Robledo, cuando se hallaba en el apogeo de su vida política y era ministro del gabinete de don Antonio Cánovas, pasaba por Córdoba frecuentemente en dirección a sus posesiones de Antequera.

A la estación de los ferrocarriles acudían, para cumplimentarle, las autoridades, el elemento oficial, la plana mayor del partido conservador y el famoso Cantón de la Juderia, constituido por los amigos incondicionales del travieso Pollo antequerano.

Tampoco faltaba, como estuviese en nuestra capital, uno de los hombres más populares de su tiempo, el gran torero Rafael Molina Sánchez, Lagartijo.

Romero Robledo en el momento en que descendía del tren dirigíase al diestro y le abrazaba efusivamente.

Cruzaba luego breves frases con las autoridades y con los correligionarios más significados y enseguida asíase del brazo de Rafael Molina y paseando y bromeando con él pasaba el tiempo que se detenía el tren en Córdoba.

A muchas personas desagradaba la poca atención que les prestaba el Ministro y la preferencia que concedía al torero.

Un gobernador civil de esta provincia procuró que de tal disgusto tuviese noticia Cánovas y el Presidente del Consejo, cuando encontró una ocasión oportuna, hizo una advertencia cariñosa a su ministro, acerca del particular.

Pues no tiene razón ese gobernador -contestó Romero Robledo- yo en todas partes concedo la preferencia a quien considero superior a los demás; usted y yo hacemos un gobernador de una plumada pero ¿podemos hacer un Lagartijo?

Un pobre hombre, de humildísima esfera, logró elevarse de la nada hasta conseguir una buena posición, más que por medio del trabajo, lo cual enaltece, valiéndose de la política y de todas sus artes.

Este hombre creyó que, al variar de situación y ocupar puestos de relativa importancia, aunque era cordobés neto debía pronunciar el castellano con irreprochable corrección y, en su consecuencia, resultaba, al hablar, afectadísimo.

La ll y la z constituían su martirio y, cuando inadvertidamente, las sustituía por la y y la s. repetía las palabras para pronunciarlas en debida forma.

Las eses finales convertíanse en sus labios en una especie de silbido de serpiente; dividía los diptongos con una pausa tan grande, que de una palabra hacía dos y acompañaba la conversación, en su afán de ser muy expresivo, con gestos tan cómicos y mímica tan inadecuada que sus oyentes o interlocutores tenían que violentarse para no soltar la carcajada.

Un día llamó a su criada y le dijo con el énfasis que le caracterizaba:

Ve enseguida a casa de Miota y trae una libra de café.

El cursiparlante hizo tal pausa en el diptongo de la palabra Miota que la domestica no la entendió y preguntó con la mayor ingenuidad: señorito ¿y quién es su ota de usted?

Recorría las calles de nuestra capital un pobre diablo que se buscaba la vida, según él decía, haciendo cuadros vivos.

Deteníase en cualquier calle o plazuela; con el anuncio de sus habilidades reunía gente y, cuando tenía alrededor un número regular de espectadores, empezaba su trabajo.

Este consistía en dar distintas expresiones al rostro, algunas verdaderamente cómicas.

La cara del que tiene dolor de muelas, decía el truhán, haciendo al mismo tiempo un gesto de dolor; la cara del novio pelando la pava, y ponía rostro alegre y risueño; la cara del prestamista, e imprimía un aspecto terrorífico a su semblante, y así sucesivamente.

El artista callejero debía tener cuentas pendientes con la justicia y un día, cuando efectuaba sus transformaciones fisonómicas ante numeroso público, regodeándose con el éxito de la póstula en perspectiva, se le acercó una pareja de policía, asióle por los brazos y exclamó: dese usted preso

El pobre diablo cambió de color, hizo inconscientemente un gesto que no se parecía a ninguno de los que formaban su repertorio y, echando a andar, dijo resignado: la cara del que va preso y no se puede escapar.

Este fue el último cuadro vivo que representó en Córdoba.

Verificábase en la Audiencia la vista de una causa instruida por el delito de escarnio de la Religión Católica.

El procesado se habla hecho pasear por las calles de un pueblo de la provincia, subido en unas parihuelas a guisa de andas y vestido con mallas y una capa roja, simulando una imagen muy venerada en la localidad.

El abogado defensor apuró toda clase de argumentos para demostrar que su patrocinado no había delinquido y terminó uno de los periodos más elocuentes de su discurso con estas frases: ¿que fundamento hay para asegurar que mi defendido, en un rato de broma, trató de imitar a una imagen, escarneciéndola; que se disfrazó con unas mallas y una capa roja? Pues ese argumento cae por su base, porque lo mismo que a una efigie de las que se veneran en los altares podía ir representando a Don Juan Tenorio.

El Fiscal, hombre tan listo como ingenioso, interrumpióle en aquel momento con esta oportunísima observación: me parece que el señor letrado confunde a Don Juan Tenorio con la Geraldine.

Como nuestros lectores recordaran, la Geraldine era una hermosa artista, entonces en boga, que se presentaba en la escena con mallas y envuelta en una capa.

El Tribunal y el público que asistía al juicio, apesar de la severidad de tales actos, soltaron la carcajada.

Vino a Córdoba, para ejercer un cargo oficial, un joven perteneciente a una distinguida familia, poseedor de dos carreras, listo, simpático, pero extravagante y calavera en grado sumo.

Le dominaban dos vicios, el vino y los toros, y era frecuente verle en cualquier taberna, vestido de corto, apurando unas botellas mano a mano con el último maleta de la tauromaquia.

Hallábase la Corte en Sevilla y don José Canalejas, entonces Presidente del consejo de ministros, pasaba frecuentemente por Córdoba para despachar con el Rey.

En una de estas excursiones acudió a la estación, para cumplimentar al Jefe del Gobierno, el joven aludido, que era portador de una gran borrachera.

Canalejas, a quien unían lazos de estrecha amistad con la familia del bohemio, advirtió el lamentable estado de este, pero no quiso reconvenirle como en otras ocasiones y se limitó a saludarle con cariño.

Dos días después el insigne y malogrado político volvió a pasar por nuestra población, de regreso a la Corte, y el joven acudió también a recibirle, luciendo como la vez anterior, una enorme papalina.

En esta ocasión ya no se pudo contener Canalejas y le dijo en tono de broma: pero hombre, traes otra curda igual a la que traías cuando pasé para abajo.

Antes de que el Presidente del consejo terminara de exponer su observación, el beodo le contestó imperturbable: don Jose, no es otra, es la misma

Marzo, 1919.

Referencias

[1]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.