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Tres vivos (Notas cordobesas)

De Cordobapedia

Tres "vivos"

Hace unos cuarenta años se presentó en Córdoba un extraño personaje que despertó la curiosidad de todo el vecindario y sirvió de tema, durante mucho tiempo, para todas las conversaciones.

Era un hombre joven, alto, robusto, de facciones correctas y barba rubia.

Tenía tipo extranjero, chapurreaba, al parecer con dificultad, el idioma castellano y se titulaba Príncipe ruso.

Se instaló en el mejor departamento del Hotel Suizo, dándose vida de verdadero príncipe.

Derrochaba el dinero a manos llenas; hallábase rodeado de servidores a los que recompensaba su trabajo espléndidamente y, por estos motivos, consiguió en pocos días una popularidad envidiable.

Siempre tenía los bolsillos repletos de monedas de oro y plata, que utilizaba para adquirir el objeto de precio más ínfimo y para dar propinas y limosnas, sin admitir jamás la diferencia entre el valor de lo que comprase y la cantidad que entregara; así, a veces, pagaba cinco pesetas por una miserable caja de fósforos.

Huelga decir que, sin cesar, le asediaba una legión de mendigos y pedigüeños y cuando entraba en un café o casino todos los camareros se disputaban el honor de servirle.

Algunos vividores aprovecharon bien la esplendidez inusitada del moderno Creso; si viviera, podría confirmarlo el popular Caldereta, uno de los recaderos cuyos servicios utilizaba más frecuentemente el famoso Príncipe.

Un día le llamó para que le comprara una fruta muy grande, muy hermosa, cuyo nombre ignoraba, que había visto en el Mercado, pues quería enviarla a su tierra.

Tratábase de un melón; Caldereta recibió una reluciente moneda de oro de veinticinco pesetas para adquirirlo; pagó por él cuatro o seis cuartos y cuando se dispuso a entregar la vuelta al simpático personaje este le dijo que la guardara.

Caldereta, por primera vez en su vida, se vió en posesión de una moneda de oro, pues no quiso cambiarla para pagar el melón, barruntando que llegase a ser suya.

La buena sociedad cordobesa disputábase la amistad de nuestro huesped y la gente del pueblo sólo hablaba de las riquezas fabulosas y la generosidad sin ejemplo de aquel hombre, al que llegó a rodear de una aureola casi fantástica.

El Príncipe ruso cortejó a una distinguida señorita, púsose en relaciones formales con ella y se concertó el matrimonio.

Modistas, costureras y bordadoras empezaron a confeccionar, a toda prisa, pues la boda había de verificarse en breve, un magnífico ajuar, sin omitir en ninguna de sus prendas la corona y las armas de la regia estirpe a que pertenecía el novio.

Este, pocos días antes del convenido para el enlace concertó la compra, en una suma muy elevada, de una gran casa con un magnífico jardín.

Para pagarla y para atender a los gastos que su casamiento le originaría, fue a una casa-banca dispuesto a efectuar una operación de varios centenares de miles de pesetas contra otro establecimiento de crédito de una importante población.

En la caja de la casa-banca no había; en aquel momento, la cantidad que el forastero solicitaba; de lo contrario se la hubieran entregado sin vacilar, pues aquel le merecía confianza absoluta.

En su virtud, y no sin pedirle mil perdones, le dijeron que volviese al día siguiente y ya le tendrían preparado el dinero.

Algunas horas después el establecimiento de crédito de Córdoba telegrafió al otro contra el que había de girarse la cantidad solicitada y aquél contestó que allí no conocían a la persona de que se trataba.

La impresión que produjo tal respuesta fué Indescriptible; el Príncipe ruso se había convertido en un estafador.

Cuando se presentó nuevamente a percibir los varios cientos de miles de pesetas, una pareja de la Guardia Civil le detuvo, conduciéndole a la Cárcel.

La noticia de este famoso suceso corrió como reguero de pólvora, produciendo un asombro extraordinario en todas las clases sociales.

Según las averiguaciones hechas. a la hora en que el estafador se presentó la primera vez en la casa-banca para realizar la operación, en la plaza comercial contra la que debíía efectuarla, tenía dispuesta una persona para que, cuando desde aquí preguntasen si se hacía efectiva la cantidad pedida, contestase afirmativamente; por lo tanto, sólo la falta de la considerable suma que se exigía libró de la estafa a los banqueros cordobeses.

Cuando estos telegrafiaron en solicitud de informes, ya no pudieron ser comunicados, porque no se hallaba de servicio el cómplice del estafador y se descubrió la farsa.

Como es lógico suponer la proyectada boda quedó deshecha y la misma suerte corrió el trato para adquirir una de las mejores casas de nuestra capital

Por cierto que el dueño de la finca, hombre avaro y de no muy rectas intenciones, cuando ya consideró vendida la casa, llevóse, indebidamente, gran parte de los naranjos que habla en su magnífico jardín, haciendo un gran negocio, pues aquel quedó despojado de la arboleda que más lo embellecía y casi todos, al ser trasplantados, se perdieron.

El Príncipe ruso, que era un español demasiado listo, murió muchos años después, ejerciendo un importante cargo en la provincia de Murcia

No por Córdoba y su provincia, sino por España entera, se extendió, hace un cuarto de siglo, la fama de un sacerdote listo, de gran cultura, simpático que, según él decía, ostentaba una alta dignidad y excepcionales preeminencias.

Este sacerdote repartía pródigamente, entre el clero, distinciones y mercedes pontificias y ofrecía cargos importantes, a cambio de determinadas cantidades para los gastos que la tramitación de los expedientes originara y limosnas para instituciones benéficas.

Dedicado a esta misión recorrió gran número de poblaciones, haciéndose pasar en todas por el Dean de Teruel.

Vino a Córdoba, visitó sus principales pueblos, en los que ejerció el ministerio sacerdotal y ofreció, como de costumbre, honores y cargos a determinados presbíteros, pero nuestro huesped no tuvo más fortuna que el Príncicipe [sic] ruso; aquí fue descubierto y dió con sus huesos en la Cárcel.

Aquel hombre no era el Deán de Teruel; todos los títulos y mercedes que otorgó resultaron falsos y todos los destinos y altos puestos que ofreció ilusorios.

¿Quién era, pues, este extraño personaje? Los infitnitos tribunales de justicia ante los cuales compareció no pudieron averiguarlo.

En todas las poblaciones se presentaba con el nombre de Francisco Rodriguez Pilares, pero desde que cayó en poder de la justicia, en cada juzgado y en cada audiencia decía un nombre y unos apellidos distintos, consignando el pueblo y la fecha de su nacimiento, así como la iglesia en que estaba bautizado y ¡cosa extraña! acudíase a los libros parroquiales correspondientes y allí estaba la partida de bautismo del individuo en cuestión.

Este enigma viviente, que no prestaba dos declaraciones análogas, que procuraba envolver su existencia en el mayor misterio, sólo era consecuente en dos afirmaciones: las de que poseía la carrera sacerdotal y había sido elegido Deán de Teruel, aunque no llegó a posesionarse de dicha dignidad.

En la Cárcel de Córdoba ocupaba una celda de pago y dedicaba el tiempo que le dejaban libre las numerosas visitas que recibía, a leer en su viejo breviario o a escribir artículos para la prensa.

En el Diario de Córdoba publicó algunos, muy bien razonados, proponiendo reformas indispensables en nuestros códigos de justicia.

El supuesto Deán de Teruel poseía una habilidad asombrosa para imitar toda clase de letras, firmas, rúbricas, sellos, dibujos, grabados, y de esa habilidad se valía para falsificar títulos pontificios y de cualquier especie, que otorgaba a cambio de sumas no muy crecidas.

Un distinguido abogado de esta capital, al visitarle en la Cárcel, preguntóle si era cierto que imitaba con rara perfección el carácter de letra más enrevesado.

Tome usted esta cuartilla de papel, le contestó el hombre misterioso, escriba usted tres o cuatro líneas, ponga debajo su firma y rúbrica y entréguemela. Si antes de cinco minutos no se la devuelvo en unión de otra tan idéntica que usted no sabrá cuál es la suya, pierdo lo que usted quiera.

El letrado accedió a la invitación y, antes de poner en manos de su interlocutor la cuartilla, le hizo, en un extremo, una señal con la uña, para poder distinguirla en el caso de que la escritura resultara igual.

A los pocos instantes el imitador estupendo mostrábale dos cuartillas, al mismo tiempo que le preguntaba ¿cual es la escrita por usted?

El abogado notó, con asombro, que letra y firma resultaban exactamente iguales, mas para salir airoso del trance al responder, miro con disimulo el ángulo del papel en que había señalado la uña y su estupefacción no tuvo limites al encontrar en las dos cuartillas análoga huella.

El Deán de Teruel, Francisco Rodriguez Pilares o quien fuere, sufrió una larga odisea, rodando de cárcel en cárcel y la prensa habló mucho de él hasta que el tiempo hizo desaparecer aquella curiosa figura envolviéndola en el impenetrable velo del olvido.

Hallábase en todo su apogeo el Ateneo creado por una pléyade de jóvenes estudiosos con el concurso de hombres de ciencias, literatos y artistas, y establecido en el hermoso local del antiguo Casino Industrial, donde hoy se halla el Banco Español de Crédito.

Por su tribuna desfilaban, además de los oradores y poetas cordobeses, casi todos los que visitaban esta capital.

Procedente de Madrid llegó un joven de porte distinguido, hospedándose en el Hotel de Oriente. Se hizo presentar en el Ateneo y, simpático, afable y locuaz, pronto contó con numerosos amigos.

Allí expuso el objeto de su viaje; él era ingeniero y venía, por encargo de una importante sociedad, con el objeto de efectuar los estudios preliminares para establecer las líneas taquifóricas. Ellas habían de dar un impulso extraordinario a la vida de esta población.

Nuestro hombre, después de relacionarse con muchas personas significadas, comenzó sus estudios, bien extraños por cierto.

Cuando terminaba el almuerzo, en el que siempre le acompañaban, invitados por él, dos o tres amigos, montaban todos en un coche de alquiler que les aguardaba en la puerta de la fonda y se dirigían a cualquier camino o carretera; el supuesto ingeniero apeábase provisto de una cinta de medir; estendíala a lo ancho del sendero, anotaba unas cifras en un cuaderno y volvía al coche para repetir la operación en otro paraje.

Al atardecer regresaba a su hospedaje; el dueño de éste abonaba el importe del alquiler del vehículo, pues había convenido con el ingeniero satisfacer todos los gastos que este hiciera y ponerle la cuenta a fin de mes: el hombre de las líneas taquifóricas obsequiaba a sus acompañantes con unos habanos, de los que también le proveía el bondadoso hostelero, y despedíase hasta la noche.

De nueve a diez ya estaba el forastero en su tertulia del Ateneo o en la casa de una conocida familia, donde cortejaba a una muchacha encantadora.

Los ateneistas invitáronle para que pronunciase una conferencia; accedió complaciente y entretuvo a su selecto auditorio durante media hora con una charla amena que, analizándola, hubiera quedado reducida a palabras y palabras

Llegó un día en que dijo que había terminado su estudio y para dar cuenta de él y explicar el proyecto de las líneas taquifóricas y su importancia excepcional, ínvitó a un banquete, en el Hotel Oriente, a las autoridades, los periodistas y otras personas de significación.

Cuando llegó la hora de los brindis, habló largo y tendido acerca del proyecto en cuestión, haciéndolo con tanta habilidad que, aunque nadie entendió una palabra del asunto, todos quedaron convencidos de la utilidad indiscutible de las líneas taquifóricas y brindaron por su implantación, con entusiasmo.

Al día siguiente los hados de la adversidad se conjuraron contra el flamante ingeniero. Fué a rogar al Presidente del Ateneo que le prestase dos mil pesetas para un compromiso urgente, prometiendo devolverlas antes de que transcurriesen veinticuatro horas, pero no consiguió su objeto, único móvil de toda la farsa que había representado; los dueños del Hotel de Oriente adquirieron informes, según los cuales su huesped no había traido otra misión a Córdoba que la de darse buena vida una temporada a costa de los incautos y, por último, los amigos que le acompañaban en sus expediciones y que también sospechaban ya que se trataba de un pobre diablo, sin un céntimo, pues hasta para adquirir un sello de franqueo una caja de fósforos pedía el dinero a quien le acompañaba, pretextando que no llevaba suelto, descubriéronle por medio de una sencilla estratagema.

Súbitamente, cuando se hallaba en un corro del Ateneo, se presentó un individuo diciéndole con bien simulado azoramiento: ¡ocúltese usted que viene una pareja de policía en su busca!

El forastero dió un salto, bajó la escalera con rapidez inconcebible y fué a esconderse en un patio, detrás de un macetero, mientras los testigos de la escena prorrumpían en una carcajada poco piadosa.

Entonces neustro [sic] hombre hizo confesión general; ni era ingeniero, sino estudiante, ni traía encomendada misión alguna, ni sabía una palabra de líneas taquifóricas.

En un rato de buen humor concibió la idea de venir a nuestra capital para hacer unas cuantas calaveradas y apreciar el número de aventuras que podía correrse sin tener un miserable céntimo en el bolsillo.

Escribió a su padre contándole lo ocurrido, aquel se comprometió a pagar a los hosteleros la respetable suma a que se elevaba el hospedaje del mozo, el banquete que ofreció a las autoridades, el alquiler del coche en que efectuaba las excursiones para medir los caminos y los cigarros habanos con que obsequiaba a sus acompañantes, y el travieso joven regresó a Madrid, sin haber sido empapelado.

No obstante, el susto que le proporcionaron en el Ateneo o la vergüenza que le originara su confesión, debió servirle de escarmiento porque no repitió estas andanzas y, bastantes años después, desempeñaba, de verdad, un elevado cargo en una importante empresa de la Corte.

Enero, 1919.

Referencias

[1]

[[Categoría:Notas cordobesas]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.