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Un almuerzo memorable (Notas cordobesas)

De Cordobapedia

Un almuerzo memorable

En aquella época dos hombres eran los ídolos del pueblo español; se hablaba de ellos en todas partes; donde quiera que se presentaban eran recibidos con una ovación y la prensa, para elogiarlos, agotaba todos los adjetivos encomiásticos de nuestro idioma.

Cierto día, uno de ellos debió sentir una impresión de asombro tan profunda como la que sintió el protagonista de La vida es sueño al ser trasladado desde la mazmorra en que gemía prisionero al palacio real, pues desde el humilde taller de una herrería pasó al proscenio de los teatros más suntuosos.

Hombre tosco, de carácter áspero, lo mismo se le despegaba el moderno traje de etiqueta que el jubón acuchillado o la casaca recamada de otros tiempos; no sabía pisar las tablas de la escena, según la frase gráfica; no tenía dotes de actor, pero en cambio poseía un tesoro sin igual en la garganta, capaz de seducir, de arrebatar a todas las muchedumbres.

Sus compañeros de profesión no podían avenirse al trato adusto, a veces grosero del artista; a sus costumbres vulgares, pero cuando cantaba, cuando llenaba el espacio de divinas armonías, rendíanse ante aquel ser excepcional e inconscientemente unían sus aplausos a los aplausos delirantes del público.

El otro hombre a quien nos referimos no fue sacado de su humilde esfera por personas que descubrieron sus excepcionales aptitudes para conducirle a las más alta esferas; él sólo, después de profundas meditaciones, después de pensarlo mucho y acaso de vacilar más, decidióse a abandonar el modesto cargo de jefe de una estación férrea, donde el porvenir que le aguardaba tenía pocos incentivos, para buscar la fortuna, el oro y el triunfo donde hoy más fácilmente se encuentra, en la arena de las plazas de toros.

Y a costa de trabajo, derrochando el valor, poniendo constantemente su vida en peligro, consiguió lo que pretendiera; en muy poco tiempo vió colmadas sus aspiraciones.

Tuvo que competir con las grandes figuras de la tauromaquia moderna; los diestros de su tiempo no se acomodaban a alternar con un torero culto que ni vestía el traje corto, ni usaba en su conversación frases groseras, ni era juerguista, sino un come dulce, como le llamaban, pero a costa de perseverancia, de arrojo y de arte, porque arte verdadero había en su trabajo, logró imponerse y que sus camaradas, aquellos que se mofaban del torero señorito, hicieran coro, más de una vez, a las calurosas ovaciones de una muchedumbre ebria de entusiasmo.

Las dos personalidades a quienes venimos refiriéndonos eran, como habrá adivinado el lector más torpe, el insigne tenor Gayarre y el gran matador de toros Mazzantini.

Una mañana esperábamos en la Estación central de los ferrocarriles la llegada de otro ilustre artista, con el que nos unía, más que la amistad, el cariño de hermanos: el malogrado pintor Rafael Romero de Torres.

Descendió éste de un coche del tren correo de Madrid y poco después bajaron de otro departamento el torero y el tenor; ambos se dirigían a Sevilla contratados para trabajar en la hermosa ciudad andaluza con motivo de su famosa feria.

Gayarre y Romero de Torres, que se conocieron y trataron en Roma algunos años antes, saludáronse afectuosamente; el primero hizo la presentación del segundo a Mazzantini, que sólo le conocía por algunas de sus obras.

Momentos después los cuatro nos dirigíamos al restaurant de la Estación, para almorzar, invitados por Mazzantini.

Fue aquel un almuerzo memorable para el autor de estas líneas. Cerca de dos horas, que nos parecieron cortísimas, pasamos en amena charla, hablando de todo, de arte, de literatura, de viajes, de toreo.

Al relato pintoresco de una escena interesante sucedía la descripción de otra que avivaba poderosamente nuestra curiosidad, intercalando en todo ello ingeniosas observaciones, anécdotas llenas de gracia y frases verdaderamente felices.

Rafael Romero aderezaba la conversación con las sales de su ingenio y de su gracia inagotable.

Hasta el tenor eminente, hombre de pocas palabras como dice el vulgo, mostrábase locuaz aquel día.

El nos recordó la original aventura que, hallándose con Romero de Torres y otros artistas, les ocurrió en Roma una noche en que, vestidos con trajes andaluces, fueron a obsequiar con una serenata al insigne pintor Madrazo, y cuando Gayarre cantaba una jota presentóse la policía y pretendió detenerle por escandalizar a las altas horas de la madrugada.

Aprovechando un momento en que cesó la animada charla, preguntamos a Mazzantini: don Luis, a juicio de usted ¿quien ha sido el mejor torero?

Dispense que no le conteste, nos dijo, pues es usted periodista, mañana publicará mi respuesta y podría originarme disgustos y comentarios desagradables.

Prometímosle formalmente reservar su opinión y entonces habló así: pues bien, voy a satisfacer su curiosidad, siempre en el terreno íntimo de la confianza: el torero que tiene mayor conocimiento de los toros, un conocimiento que yo calificaría de sobrenatural, es Lagartijo; el torero más completo Guerrita; el que mata más toros. .. yo.

Grabadas quedaron en nuestra memoria estas palabras, que hoy no vacilamos en transcribir, seguros de que al hacerlo no faltamos a nuestra promesa, pues el torero que las pronunciara ya pasó hace ya muchos años a la historia.

El matador de toros pudo temer entonces que por sus apreciaciones le juzgaran inmodesto; hoy al flamante gobernador de Guadalajara ¿qué le puede importar lo que digan del torero de antaño?

Agosto, 1919.

Referencias

[1]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.