De nombre Antonio Carrasco Martín pero conocido exclusivamente como Marchena el de la arena.
Vendedor ambulante de menuda figura con traza harapienta, con los ojos menudos y legañosos que en la posguerra vendía por los barrios de Córdoba arena “fina y buena” para la limpieza y pulido de utensilios de cocina. Llevaba un saquillo al hombro que era la mitad de él. Se comentaba que era muy promiscuo con el sexo femenino.
Popularísimo y muy conocido por su peculiar pregón que invariablemente cantaba anunciando su única mercancía que la despachaba con una lata como medida.
¡Que la traigo fina y buena! Avanza la mañana y las calles se llenan de todos los secretos de la pobreza. Mujeres de todas las edades lavan, blanquean o cantan por casas desvencijadas en sol y piedra.
Un hombrecito enjuto, con la esmerilada tez del hambre, lanza su pregón:
¡Marchena! ¡Niñas la arena… Que la traigo fina y buena! ¿Quién quiere?'Suena amable, melódico, musical, el pregón. Levemente enervado, el hombre-niño empuja un destartalado carricoche, donde una dorada arena, ancha de ríos y alberos, se ofrece como mercancía.
Alguna improvisada cliente interrumpe el canto matinal, para, rendida su transacción mercantil, retornar al menestral fregadero.
Otras se animan con el cante.
…¡que la traigo fina y buena!
Y de los balcones, de los fantásticos corazones de la miseria, salen palacios de esmeraldas sonoras. Entre la luz adivinada de mediodía, el hombrecillo, en su oscura apariencia, vuelve a su hermoso canto:
¡Niñas la arena… que la traigo fina y buena! Y Marchena, indiferente al sol primaveral, nos llena de ríos y arroyos, de rubia arena, el incesante pasar de la nostalgia.