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Las fiestas del Santísimo (Notas cordobesas)

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Las fiestas del Santisimo

Día grande, día hermoso, el más hermoso y el más grande del año, era para los cordobeses en otros tiempos en que estaban arraigadas en todos los corazones las creencias religiosas, el día de la festividad del Santisimum Corpus Christi.

Cuando se iba aproximando, en la mayoría de las casas notábase un movimiento análogo al que se observaba en vísperas de la Semana Santa.

Revolvíanse cómodas y baules para sacar con tiempo a fin de que se desarrugasen, las colgaduras de damasco, los trajes de etiqueta, los uniformes, los vestidos de raso, las mantillas de seda que habían de lucirse en la fiesta mencionada.

Los vecinos de las casas situadas en las calles que había de recorrer la procesión encalaban las fachadas una y otra vez hasta dejarlas blancas como el ampo de la nieve.

Las habitaciones que tenían ventanas a la calle eran adornadas con los mejores muebles, con las cortinas de encaje más bonitas y sobre la amplia mesa tallada, de cedro o caoba, colocábanse los artísticos jarrones de china, los juguetes más caprichosos para que al pasar el público se detuviera a verlos.

En el patio se arreglaba esmeradamente el macetero, se recortaba las hojas, se enjardinaba los rosales, cuidando de que no se les estropearan las mejores rosas para arrojarlas al paso de la Custodia, formando una verdadera lluvia de olorosos pétalos.

Encargábase al criado y donde no lo había al piconero, que llevase una carga de juncias y mastranzos para esparcirlos, como alfombra, en la calle.

El día del Corpus, antes de que amaneciera, estaba todo el mundo en la calle.

Las mujeres apresurábanse a preparar el desayuno, a dar los últimos toques al decorado de la casa; los hombres a cepillar el frac, a limpiar el uniforme, a colocarle las condecoraciones, pues era necesario vestir de rigurosa etiqueta, con el mayor lujo; la solemnidad de la fiesta lo reclamaba.

Los barberos no se daban punto de reposo para afeitar a todos sus parroquianos; las mozas entregábanse con actividad febril, más alegres que nunca, a los quehaceres domésticos, entonando la bella copla popular:

Tres jueves hay en el año que relumbran más que el sol; Jueves Santo, Corpus Christi y día de la Ascensión.”

Mucho antes de que las sonoras campanas de la Catedral anunciaran la salida de la procesión, la carrera de ésta presentaba un golpe de vista indescriptible y especialmente los alrededores de la Basílica y las calles de la Feria, de Letrados y el Ayuntamiento.

Invadíalas un inmenso gentío, una multitud abigarrada, luciendo hombres y mujeres sus galas mejores, los trapitos de cristianar o lo que se conserva en el fondo del arca, según las frases gráficas del pueblo.

En los balcones, cubiertos con riquísimas colchas de damasco, ostentaban sus encantos hermosas mujeres envueltas en lujosos atavíos.

Todas las calles de la carrera estaban enarenadas y con el suelo cubierto de plantas olorosas, las que hemos citado anteriormente y otras tenían toldos, algunos de ellos sujetos en postes de madera cubiertos de monte y adornados con gallardetes; ante las Casas Consistoriales elevábase un sencillo altar, menos antiestético, por su sencillez, que el construido posteriormente y, algunos años, también se levantaron altares en diversos puntos de la Calle de la Feria.

A las diez de la mañana organizábase la comitiva y se ponía en marcha la procesión.

No figuraban en esta heraldos, timbaleros, jigantes [sic], cabezudos ni la tradicional Tarasca, como en las de otras poblaciones, sino solamente una doble y larguísima fila de hombres devotos, en la que tenían representación todas las clases de la sociedad, el pueblo y la aristocracia, la nobleza, las autoridades, el elemento civil, el militar y el eclesiástico, formando un conjunto tan abigarrado como vistoso por la variedad de trajes y uniformes.

En el centro de la comitiva destacábase la Custodia, la admirable obra de Enrique de Arfe, rodeada de magnolias, casi envuelta entre nubes de incienso, magestuosa, soberanamente bella, semejando, más que una obra real, la creación de un sueño fantástico.

Al verla pasar la muchedumbre arrodillábase reverente y de ventanas y balcones caía sobre ese prodigioso monumento de arte un turbión de flores, deshojadas y arrojadas por lindas manos femeninas.

Tampoco en nuestra capital han figurado ordinariamente, como en otras ciudades, imágenes de vírgenes y santos en la procesión del Corpus.

Alguna que otra vez, muy pocas, formaron parte de ella las efigies de plata de la Purísima y San Rafael que hay en la Catedral y en una ocasión, las de San Juan y Santa Teresa.

El entusiasmo que producía en Córdoba la festividad del Corpus fué desapareciendo por desgracia; el Ayuntamiento y los particulares dejaron de instalar los toldos que cubrían muchas calles de la carrera y, como algunos años, el calor era irresistible y los rayos solares caían sobre las cabezas como plomo derretido, la autoridad eclesiástica dispuso, con muy buen acuerdo, que la procesión, se efectuara por la tarde.

Así lo exigían imperiosamente las circunstancias que hemos indicado, pero precisa reconocer que con la variación de horas la grandiosa fiesta del Corpus empezó a perder su extraordinario esplendor primitivo.

Después de esta modificación, hecha en el último tercio del Siglo XIX, sólo un año, en virtud de circunstancias excepcionales, se volvió a efectuar por la mañana la procesión del Corpus.

Y al tratar de la fiesta principal que los pueblos católicos dedican al Santísimo, creemos oportuno y curioso consignar otras solemnísimimas que Córdoba realizó en el año 1636.

En la Catedral hubo brillantes funciones religiosas y se organizó la procesión mis lucida de que se conservan datos. Acompañaba al Santísimo un gran cortejo de fieles y le precedían varias comparsas vestidas con trajes de diversas naciones.

Toda la carrera que, con ligeras variaciones, fué la misma de la procesión del Corpus, estaba exornada ricamente con lujosas colgaduras de damasco carmesí y amarillo, cornucopias y flores; levantáronse numerosos arcos y el Ayuntamiento, las comunidades religiosas y algunos particulares erigieron altares muy artísticos, llenos de imágenes y alhajas de gran valor.

Los plateros también construyeron un arco en su calle, denominada de las Platerías, hoy del Cardenal González, en el que colocaron las joyas de mayor merito que poseían.

En unos solares que había en la Calle de la Feria, próximos al Portillo, se formó un bosque artificial con árboles frutales llenos de pájaros, lagos con patos y peces, arroyos y fuentes que, al pasar Su Divina Majestad, comenzaron a arrojar agua por innumerables caprichosos saltadores.

Con las fiestas religiosas alternaron las profanas, llamando entre estas la atención un combate naval simulado en el Guadalquivir, frente a la Cruz del Rastro, para que pudiera presenciarlo el público desde la Calle de la Feria.

Tomaron parte en el numerosas barcas empavesadas, unas con la bandera española y otras con la francesa, que formaban dos bandos.

Después de un largo bombardeo simulado con cohetes, nuestra escuadra derrotó a la enemiga, tomando sus barcos al abordaje, para simbolizar el triunfo del Cristianismo sobre las ideas cismáticas.

Con igual objeto se situó en la Calle de la Librería, ante la cuesta de los Gabachos, así llamada porque en ella habitaban algunos franceses, una sección de arcabuceros y, al paso del Santísimo, hizo gran número de salvas.

De las citadas fiestas que, a juzgar por sus cronistas no tuvieron punto de comparación con todas las efectuadas anteriormente en nuestra capital, escribió un interesante y minucioso relato el Reverendo Padre Bartolomé Pérez de Veas, predicador mayor y lector de Teología moral en el convento de la Merced.

Tituló su curioso trabajo Espirituales fiestas que la nobilísima ciudad de Córdoba hizo en desagravio de la Suprema Majestad Sacramentada, y lo ofreció al público en un folleto, impreso en nuestra ciudad por Andrés Carrillo en el año en que se efectuaron los acontecimientos que describe.

Junio, 1919.

Referencias

[1]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.