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Un revistero taurino (Notas cordobesas)

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Un revistero taurino del siglo XVIII

Hoy que la fiesta llamada nacional se halla en todo su apogeo y abundan los revisteros taurinos que, si poseen conocimientos profundos del arte del que tratan, en cambio desconocen, por regla general, la literatura y el idioma castellano y escriben en una jerga incomprensible, nos parece oportuno dedicar un recuerdo a un revistero taurino del Siglo XVIII quien, en un folleto tan intereresante como raro y, por lo tanto poco conocido, describió unas fiestas de toros celebradas en Córdoba e hizo gala, en su descripción, no sólo de ingenio y donosura, sino de excelentes dotes de escritor e inspirado poeta.

Tituló el folleto aludido, que consta de veinte páginas en cuarto, “Maridage de la gravedad y el gracejo. Descripción de las lucidísimas plaufibles corridas de toros que la insigne y siempre memorable ciudad de Córdoba destinó a el regocijo y recreación de sus Iluftres Habitadores. Dedicado a cierto ente de razón e individuo phantáftico.

Está escrita por don Francisco Xavier de Quinconces y Goñi e impresa en Córdoba, con las licencias necerarias [sic], en la Imprenta de la Calle de la Librería, por Antonio Serrano y Diego Rodríguez. No se consigna el año en que fué editada.

Preceden a la descripción una Epístola dedicatoria a cierto ente de razón e individuo fantástico, fechada en Córdoba el 20 de octubre de 1761 y un breve prólogo.

La reseña de las corridas, que son tres, celebradas en los días 28 y 31 de septiembre y 1 de octubre de 1761, resulta muy interesante, pues aunque no hay en ella el lujo de detalles que los modernos revisteros consignan, tiene datos curiosos y está escrita con irreprochable corrección, ingenio y gracia.

Para darle mayor amenidad el autor recurre, a veces, al dialogo con un socio, así lo llama, o acompañante y con otras personas concurrentes a las fiestas y cada observación que hace uno de los interlocutores, cada accidente o episodio, lo comenta en verso, ya en un soneto, unas octavas, unas endechas, un romance, unas seguidillas, unas redondillas o unas décimas tan fáciles como inspirados e ingeniosos.

Principia haciendo grandes elogios del adorno que ostentaba la Plaza de la Corredera, donde se efectuaron los espectáculos, en los que hubo una conjunción de bellezas y gallardías, un inestimable cúmulo de riquezas y galas.

Consigna luego la presidencia, formada por el Ayuntamiento, al frente del cual figuraba don Bernardo de Roxas, intendente y corregidor de la ciudad.

Y a continuación relata las corridas, empezando por el despejo y el encierro.

De efectuar el primero estaba encargada la prevenida Tropa compuesta de Milicianos y diferentes Partidas que se hallaban aquí de recluta.

En la primera corrida, al verificarse el encierro, se descuidó el Portero del Arco Alto y fué cogido por un toro que le causó magullamiento general y una pequeña herida en el pecho.

Una de las reses no pudo ser conducida desde la plaza a la covacha, nombre que se daba entonces a los chiqueros o toriles y por este motivo se lidió en primer término.

Jugáronse por la mañana tres toros, con los que lucieron sus habilidades dos varilargueros jerezanos y los toreros de a pie.

Por la tarde se lidiaron nueve toros que fueron alanceados por don Juan Portero y don Manuel Cerezo.

Ambos vestían de militar y el segundo montaba un hermoso caballo del Marqués de Cabriñana.

Acompañaban a cada uno de los citados caballeros cuatro chulos, los correspondientes a Portero vestidos de azul y los de Cerezo con trajes grana.

Un torero llamado Fernando se encargó de matar, con la espada, los toros que no fueran muertos con las lanzas o rejones.

Para mayor recreo del público se colocaron en el centro de la plaza unos figurones, formados por pellejos inflados, con caretas y ropas, a los que acometían las fieras enmedio del general regocijo de los espectadores.

En la segunda corrida por la mañana se lidiaron tres toros. Uno de los varilargueros jerezanos resultó lesionado a consecuencia de una caída, por lo cual no pudo continuar su trabajo.

El torero Fernando, encargado de matar a las fieras, dió a una de ellas una estocada magnífica y, como recompensa, la Ciudad le regaló la res, premio al que ha sustituído en nuestros días, con gran perjuicio para los lidiadores, la concesión de orejas y rabos.

Por la tarde se jugaron nueve toros, que fueron picados por un varilarguero jerezano, capeados y banderilleados por los toreros de a pie y muertos por Fernando, cada uno de una magnífica estocada.

“Además de los dominguillos de la primer tarde -dice el revistero- se veían enmedio de la Plaza, hincados en tierra, intermediando alguna distancia, dos maderos, cada cual con su tablilla en lo alto, y cierta argolla, donde se afianzaba una cadena que prendía a un mono. Deslizábanse promiscuamente al suelo y el sexto toro indignado, al ver tanta libertad y confianza, les embestía con la más rabiosa solicitud, pero ellos, encaramándose en las tablillas, burlaban todos los asaltos, repitiendo los gestos, muecas y travesuras.”

Este espectáculo constituía frecuentemente, en aquella época, un aditamento de las fiestas de toros; se solía vestir a los monos con trajes encarnados, para que estuviesen más llamativos, y en tal mojiganga tuvo su origen el calificativo de monos sabios que en nuestros días se aplica a los mozos de plaza, porque también visten blusas rojas.

La tercer corrida fué análoga a la primera; en ella volvió a resultar lesionado un picador jerezano; don Juan Portero y don Manuel Cerezo rejonearon a los toros en la fiesta de la tarde y el Ayuntamiento regaló otra res al matador Fernando, como premio por su habilidad.

El autor de estas interesantes descripciones de fiestas de toros consigna en todas ellas que, al terminar la primera media corrida, o sea la de la mañana, abandonaba, en unión de su socio, la Plaza de la Corredera e invitábale a que le acompañara al refectorio en el mesón donde se hospedaba.

Muchos espectadores hacían lo mismo que el revistero citado, pero la mayor parte de aquellos no abandonaba la Plaza, a la que iban provistos de abundantes viandas para dedicarse al yantar en el intervalo de las corridas de la mañana y de la tarde.

Cuando tales espectáculos eran organizados por la Ciudad en celebración de acontecimientos como la coronación de un rey, el natalicio de un príncipe o un infante, etc, el Ayuntamiento obsequiaba con un espléndido refrigerio a las autoridades y personas de alta significación que asistían a la fiesta.

De esta costumbre proviene la que aún se observa en muchas poblaciones en las que se suspende la lidia a la mediación de la corrida e invaden el ruedo numerosos vendedores de naranjas, pastas de almendra y otros comestibles, para arrojarlos desde allí a las personas que los demandan con el objeto de tomar un bocadillo, mientras el presidente y sus acompañantes hacen lo propio, también por tradición.

Como decimos al principio de estas notas, el señor Quiconces de Goñi es un narrador ameno, un prosista correcto y un poeta inspirado como aquellos revisteros taurinos que tenía la prensa madrileña hace treinta años, que se llamaban Manuel Matoses, Eduardo del Palacio y Mariano de Cavia, el insigne literato, único superviviente de una admirable pléyade de periodistas que pasó a la historia.

El curioso folleto en que nos venimos ocupando tiene un epílogo notable, un romance heróico dedicado a Córdoba, en el que el poeta canta las glorias de esta invicta ciudad con tal inspiración y tal galanura, en versos tan sonoros y vibrantes, que nos recuerdan los del insigne autor de El Moro Expósito.

Mayo, 1919.

Referencias

[1]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.