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La cocina del cortijo (Notas cordobesas)

De Cordobapedia

La cocina del cortijo

La dependencia principal de la casa del Cortijo era antiguamente la cocina; desempeñaba un papel tan importante como la sala del estrado en las viviendas de la gente acomodada de la ciudad.

Por eso se la construía en primer termino, en el sitio donde se hallan el portal o el patio en las casas de la urbe y era el local más amplio del edificio; una nave muy extensa, con una enorme puerta al campo, a la explanada que había delante del caserón.

En un extremo, a todo lo ancho de la cocina, construíase el hogar, en el suelo, con su chimenea de descomunal campana y delante del muro posterior un largo poyo de mampostería que servía, indistintamente, de asiento y de cama a los campesinos.

Las paredes, muy blancas, muy limpias, contrastando con la negrura de la campana de la chimenea, ostentaban, invariablemente, un zócalo azul tan rabioso como el rojo de que estaba pintado el mamperlán del poyo de mampostería.

El techo de gruesas vigas, ennegrecidas por el tiempo y el humo, y el pavimento de grandes y desiguales piedras, se hallaban en armonía con todos los demás elementos de este rústico y agradable recinto.

En el había multitud de efectos, enseres y artefactos, algunos de ellos originales y de extraños nombres, típicos e indispensables en la cocina del cortijo.

Próximas a la puerta estaban las cantareras con los panzudos cántaros de barro, y sobre ellos, en el verano, los botijos y las porosas jarras llenas de agua fresquísima.

En lugar preferente el bazar y sobre sus tablas, adornadas con papel picado de colores, la vajilla pintarrajeada, los vasos de vidrio, todo muy bien colocado y reluciente como el oro.

Cerca del bazar, pendiente del techo, un manojo de yerbas para cazar las moscas; en un rincón el dornajo de madera destinado al Salmorejo; colgados de una alcayata los cuernos para el aceite y el vinagre.

En el centro de la campana de la chimenea las cadenas de gruesos eslabones llamadas las yares, en que se colgaba el caldero para condimentar la comida; próximo al hogar el tente mozo, tarugo de madera o pie de hierro con diversos ganchos en que se apoyaba o enganchaba el cabo de la sartén a fin de que no pudiera volcarse cuando se la ponía sobre las brasas y, cerca de este artefacto, los apaños, dos almohadillas sujetas con una cuerda que aplicaban las mujeres a las asas de las ollas para sacarlas del fuego sin quemarse.

Tampoco faltaban en la cocina dos gruesos canutos de caña, ambos de gran utilidad; uno lleno de agujeros, pendiente de una viga en el centro de la estancia, llamado el velador, utilizábase para colgar de él los candiles que iluminaban la principal dependencia de la casa del cortijo y el otro hacía las veces de fuelle primitivo; soplando por él avivábase el fuego del hogar, donde jamás se extinguía la lumbre.

Completaban los enseres de esta dependencia varios banquillos de madera para sentarse ante el hogar en las noches de invierno.

La cocina no sólo se dedicaba a la condimentación de los alimentos sino, a la vez, servía de comedor, de gabinete de tertulia y de lectura, de dormitorio y hasta de salón de fiestas.

En días de mal tiempo, impropio para permanecer a la intemperie, los obreros del campo saboreaban en ella las migas, el cocido y el gazpacho; después de la cena dedicábanse a la lectura de El Cencerro, periódico favorito de los mencionados trabajadores, o a departir amigablemente, mientras las mozas hacían calceta y las viejas entretenían a los chiquillos contándoles cuentos y, en noches de frío y ventisca, muchos campesinos, en vez de acostarse en el pajar, convertían en lecho los poyos de mampostería, para no tener que retirarse de la candela.

En las veladas de los días festivos la cocina hacía las veces de teatro. Los mozos organizaban en ella sus originales funciones, consistentes en juegos y en la declamación de relaciones, jácaras y romances.

Eran los juegos burdos sainetes, improvisados, casi siempre, por los mismos trabajadores que los representaban, quienes se vestían del modo más grotesco posible y recurrían a toda clase de payasadas para producir la hilaridad a los espectadores.

Había mozos que adquirían fama por su vasto repertorio de relaciones y por el desparpajo con que las recitaban y esos eran el alma de tales fiestas.

¡Cómo reía el auditorio oyendo los desatinos de El Ganso de la Catedral o la picaresca narración titulada Las ligas de mi morena!

¡Y cómo se entusiasmaba con las hazañas de Diego Corriente, el bandido generoso o José María el Tempranillo!

Cuando el amo y su familia iban al cortijo, para pasar una temporada, en obsequio de ellos celebrábanse frecuentemente dichas fiestas, en las cuales fraternizaban patronos y obreros, porque las semillas del egoismo, de la ambición y del odio no hablan germinado todavía en los corazones.

Al terminar la viajada los trabajadores se despedían de los amos con una función que pudiéramos llamar extraordinaria, en la que echaban el resto, contribuyendo a aumentar la alegría el vinillo con que el dueño de la finca obsequiaba a sus operarios.

Y entre éstos nunca faltaba uno con aficiones a la escultura que, en nombre de todos sus compañeros, ofreciera, como recuerdo, al señorito, una obra de arte, un toro, un picador o un contrabandista hecho de barro y pintado con zumo de dompedros o con otros tintes tan primitivos como este.

El obsequio iba a formar parte de los adornos del bazar indispensable en la cocina.

Al evocar estos recuerdos y comparar épocas ya lejanas con los días actuales forzosamente hay que decir, como el poeta, "que cualquiera tiempo pasado fué mejor.”

Julio, 1919.

Referencias

[1]

  1. Notas cordobesas. Recuerdos del pasado. Vol 4. 1923.