Un espectáculo emocionante
Era el Domingo de Pascua de Resurrección allá por el año mil ochocientos setenta y tantos.
Un día hermoso, primaveral, en que el sol lucía todos sus esplendores en un cielo azul purísimo, invitaba, tras el periodo de retraimiento y meditación de Semana Santa a esparcir el ánimo, a recrearse admirando los tesoros de la Naturaleza, exhuberante de vida en la estación de las flores y los pájaros.
Las muchachas daban la última vuelta a sus galas, a los ligeros trajes de tonos claros conque aquella noche sustituirían los oscuros y pesados vestidos de invierno en uno de los dos teatros o en el circo donde inauguraban la temporada excelentes compañías.
En el Gran Teatro los famosos Bufos de Arderius, el género de moda; en el Teatro Principal el insigne don Pedro Delgado con un cuadro dramático de verdadero mérito; en el Circo del Gran Capitán, hoy Teatro Circo, la notable compañía ecuestre formada por la Familia Díaz, que no tuvo competidora en España.
¡Que lentas, qué pausadamente transcurrían las horas aquel Domingo para muchas lindas polluelas que más de una noche soñaron con la envidia que producirían a sus amigas cuando se presentasen ostentando la más linda creación de la última moda!
La gente del pueblo muy temprano abandonó sus hogares y dirigióse a la Sierra para entregarse a las expansiones propias de las giras campestres.
Al declinar la tarde la aristocracia se dió cita en el paseo de la Victoria.
En el pequeño salón formado en el centro de los jardines altos los jóvenes y las muchachas discurrían alegremente, como bandadas de pájaros, ya rimando el idilio del amor, ya formando castillos en el aire con los débiles materiales de las ilusiones, mientras las señoras graves, las mamás, y los caballeros, arrellanados en los asientos de piedra negra que circundaban el saloncito, comentaban el suceso de actualidad o evocaban recuerdos del pasado.
Las personas amigas de la soledad internábanse en los jardines embalsamados por el perfume de millares de flores.
Algunos novios, semiocultos en el cenador cubierto de enredaderas y rosas de pitiminí, hablaban muy quedo como si temiesen que hubieran de enterarse de su conversación las estatuas.
En los jardines bajos chicos y niñeras corrían y saltaban por las enarenadas calles; pasaban el rato echando migajas de pan a los peces multicolores de los estanques o se entretenían en jugar a la ruleta de Antonio el barquillero, el único industrial de esta clase que recorría entonces las calles de nuestra población, llevando al hombro el arquilla de madera en que guardaba los barquillos y al brazo la cesta con las avellanas y en estío los abanicos de caña llamados pericones.
El lugar del paseo, mucho más reducido que ahora, destinado a coches y ginetes, presentaba un hermoso golpe de vista.
En él se exhibían lujosos trenes, magníficos carruajes con soberbios troncos de caballos, guiados por cocheros de galoneadas libreas, sin que se confundiesen con ellos los antiestéticos y malotientes automóviles encargados hoy de sustituir, con notoria desventaja, a los familiares, landaus y berlinas antiguas.
Por el espacio comprendido entre la doble fila de carruajes transitaban los ginetes, que hoy han desaparecido casi por completo.
Entonces había en Córdoba una verdadera legión de jóvenes distinguidos -algunos son ya respetables abuelos- que dominaban de modo admirable el deporte de la equitación.
Y estos jóvenes, discípulos del popular Paco Cala, de los Cañero y de otros notables profesores, no perdían la ocasión de demostrar sus habilidades como caballistas y de lucir sus hermosos corceles, ya en las carreras de cintas, ya en las excursiones campestres, ya en los paseos.
Tampoco faltaban encantadoras señoritas, no menos aficionadas a dicho deporte, que acompañadas de sus profesores, de sus hermanos y de sus amigos, salían casi todas las tardes, a caballo, ostentando el elegante y severo traje de amazona y el sombrero de copa alta.
Cuando los artistas hermanos Díaz estaban en Córdoba formaban parte de estos grupos de ginetes, pues hallábanse relacionados con toda la aristocracia y eran objeto de admiración general, no sólo por su destreza y maestría insuperables sino por su arrogancia los varones, por su belleza las hembras y por su distinción unos y otras.
Declinaba la tarde; lejos oyóse el vibrante tintineo de las campanillas que anunciaban el paso del Santisimo.
Pocos momentos después vióse salir por la Puerta de Gallegos la comitiva que acompañaba a Su Divina Majestad.
Los carruajes y ginetes se detuvieron; la Banda municipal de música, dirigida por el inolvidable maestro Lucena, dejó oír los graves acordes de la Marcha Real y el numerosísimo público que llenaba los paseos y jardines, como movido por un resorte, dobló la rodilla en tierra.
Del grupo más numeroso de ginetes destacáronse cuatro, los hermanos Eduardo Díaz, Enrique Díaz, Amalia Díaz y Constanza Díaz; llegaron hasta el lugar por donde pasaba la procesión; detuviéronse muy cerca de una de las filas de acompañantes del Santisimo y cuando se aproximó el sacerdote portador de la Divina Forma, obligaron a arrodillarse a los briosos caballos que montaban.
El espectáculo fue grandioso, conmovedor, imponente.
La procesión se internó en el camino de las huertas del Pago de la Victoria; dejaron de oirse las vibrantes sones de las campanitas; cesaron las notas de la Marcha Real y entonces los cuatro artistas hicieron a sus caballos levantarse, al mismo tiempo que se levantaba aquella multitud creyente.
Una ovación unánime, estruendosa, resonó en el espacio; sin duda fue la más grande, la más entusiasta que los hermanos Díaz obtuvieron en su larga carrera artística.