Orígenes antiguos: el olivar cordobés en la Antigüedad
El cultivo del olivo en la provincia de Córdoba tiene raíces milenarias. Ya los pueblos prerromanos, como los íberos y turdetanos, conocían y aprovechaban el fruto del acebuche, el olivo silvestre. Sin embargo, fue con la llegada de los romanos cuando el olivar cordobés vivió su primera gran expansión. Córdoba, capital de la provincia romana de la Bética, se convirtió en uno de los principales centros productores y exportadores de aceite de oliva del Imperio.
Durante los siglos I y II d.C., la cuenca del Guadalquivir albergaba numerosos latifundios agrícolas con villas rústicas que incluían molinos de aceite (trapetum) y prensas (torcularium). En Priego de Córdoba y otras zonas de la Subbética se han hallado restos arqueológicos de almazaras romanas que demuestran la industrialización del aceite en época imperial. Este producto se almacenaba en ánforas que eran transportadas hasta el puerto fluvial de Córdoba y desde allí por el Guadalquivir hasta Hispalis (Sevilla) y Roma. De hecho, el Monte Testaccio de Roma, formado por millones de ánforas rotas, conserva numerosas piezas marcadas con sellos de productores béticos.
Edad Media: continuidad en la tradición
Tras la caída del Imperio romano, la producción de aceite de oliva no desapareció. En la etapa visigoda se mantuvo, aunque con menor intensidad. Con la llegada de los musulmanes a partir del siglo VIII, el olivar cordobés volvió a desarrollarse. La civilización andalusí aprovechó los sistemas de riego romanos y los perfeccionó, extendiendo la agricultura de regadío y el cultivo del olivo en terrazas de montaña y zonas fértiles.
Durante el Califato de Córdoba (siglo X), el aceite de oliva era un bien básico en la dieta, la medicina y la iluminación doméstica. El desarrollo técnico, como el uso de norias y acequias, permitió una mayor producción, mientras que la estructura fiscal del Estado incluía el aceite como producto sujeto a diezmos y tributos. El aceite cordobés se consumía en Al-Ándalus y se exportaba al norte de África. Palabras como "almazara", "aceite", "aceituna" o "zumaque" provienen de este periodo.
Tras la conquista cristiana de Córdoba en 1236, los nuevos pobladores mantuvieron los olivares andalusíes y expandieron su cultivo. Los monasterios y órdenes militares promovieron la plantación de olivos en sus dominios. Ya en el siglo XV, los libros de cuentas de algunas iglesias y conventos de Córdoba registran diezmos del aceite, lo que demuestra su relevancia económica.
Edad Moderna: consolidación y tensiones
Durante los siglos XVI al XVIII, el aceite de oliva fue un producto central en la economía agraria cordobesa. El consumo se extendió a todas las clases sociales y su uso se diversificó: cocina, alumbrado, cosmética, medicina y fabricación de jabón. El auge urbano en ciudades como Córdoba o Sevilla incrementó la demanda, lo que llevó a ampliar el olivar por la campiña y las laderas de la Subbética.
No obstante, este desarrollo estuvo condicionado por una estructura agraria dominada por señoríos y mayorazgos. Las almazaras eran en su mayoría propiedad de nobles o eclesiásticos, lo que obligaba a los campesinos a pagar tasas por molturar sus aceitunas. Esta dependencia limitaba las posibilidades de mejora técnica y expansión productiva.
Los documentos del Catastro de Ensenada (1752) recogen con detalle la importancia del aceite en pueblos como Baena, Luque o Montoro. A finales del siglo XVIII, con las reformas borbónicas, se inició una liberalización del sector, permitiendo la aparición de pequeños propietarios y comerciantes del aceite.
Siglo XIX: desamortización y primera industrialización
El siglo XIX trajo cambios decisivos. La desamortización de Mendizábal (1836) permitió la venta de tierras de la Iglesia, muchas de las cuales pasaron a manos de la burguesía agraria. Se roturaron montes y se plantaron olivos en nuevas zonas. La mejora en los transportes, con la llegada del ferrocarril, facilitó el comercio del aceite hacia puertos como Málaga y Sevilla, y desde allí al extranjero.
Se introdujeron prensas hidráulicas y motores de vapor en algunas almazaras, lo que permitió aumentar la eficiencia del proceso de extracción. El aceite cordobés comenzó a exportarse en cantidades significativas a países del norte de Europa y América. Al mismo tiempo, se consolidó el cultivo de variedades locales como la Picual, la Hojiblanca y la Picuda.
Durante la Restauración, el olivar se expandió, pero también surgieron conflictos por los bajos salarios y las malas condiciones laborales en el campo. Se produjeron huelgas y tensiones sociales en muchas zonas rurales olivareras.
Primera mitad del siglo XX: crisis, cooperativas y continuidad
Durante el primer tercio del siglo XX, el sector oleícola sufrió altibajos. La mecanización avanzó lentamente y muchas almazaras seguían operando con métodos tradicionales. La Guerra Civil (1936–1939) y la posguerra limitaron las exportaciones y redujeron la producción. A pesar de ello, el olivo seguía siendo un cultivo dominante en la provincia.
En las décadas de 1940 y 1950 se impulsó el cooperativismo agrícola. Nacieron numerosas cooperativas de productores en localidades como Baena, Priego, Luque o Castro del Río. Estas entidades permitieron a los pequeños agricultores acceder a mejores instalaciones de molturación y a mejores precios de venta. La mecanización fue avanzando con la aparición de tractores, vibradores y maquinaria de poda y recogida.
El aceite de oliva comenzó a formar parte del imaginario nacional como símbolo de la dieta mediterránea. Córdoba consolidó su prestigio en calidad, aunque la comercialización seguía siendo mayoritariamente a granel.
Segunda mitad del siglo XX: modernización previa al superintensivo
A partir de los años 60 y especialmente tras la entrada de España en la Comunidad Económica Europea (1986), se produjo un salto técnico notable. Se introdujeron los sistemas de extracción por centrifugación, se profesionalizó el cultivo y surgieron las primeras marcas propias ligadas a cooperativas y almazaras familiares.
La aparición de las Denominaciones de Origen a partir de los años 80 permitió poner en valor la calidad diferenciada del aceite cordobés. Priego de Córdoba, Baena y otras zonas comenzaron a exportar AOVE envasado bajo etiquetas de calidad. La tecnificación y la investigación varietal y oleícola fueron clave para mejorar el rendimiento y el perfil organoléptico de los aceites.
En esta etapa, antes de la llegada del superintensivo, Córdoba ya contaba con un olivar moderno, tecnificado y reconocido mundialmente, basado en explotaciones de media densidad, con marcos tradicionales pero con alto nivel de gestión agronómica y calidad en almazara.