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Los cementerios (Notas cordobesas)

De Cordobapedia

A continuación se transcribe un fragmento de Notas Cordobesas de Ricardo de Montis Romero sobre los cementerios de Córdoba:[1]

La modestia de los cordobeses, enemigos de falsas ostentaciones, se revela en sus cementerios. No hay en ellos túmulos suntuosos que suelen ser obra, más que de la piedad y del afecto, de la vanidad y del orgullo.
Sólo se elevan en nuestras necrópolis sencillos mausoleos, suficientes para guardar un puñado de tierra, mientras el cariño erige monumentos grandiosos, á los seres que ya no existen, en los corazones de sus deudos.
Los dos primeros cementerios de Córdoba fueron construidos durante el año de 1804, uno en la huerta del convento de San Cayetano y otro en el Campo de la Verdad.
En aquel mismo año, á causa del desarrollo de la epidemia llamada fiebre amarilla, se formaron otros dos, con carácter provisional, uno detrás de la ermita de San Sebastián y otro contiguo á las tapias de la Huerta de la Reina.
En 1811 se habilitó para cementerio un haza colindante con la ermita de Nuestra Señora de la Salud y después de distintos periodos de tiempo en que se volvió á inhumar los cadáveres en las iglesias, en 1833 empezó la construcción definitiva de los dos campo santos que tenemos en la actualidad.
El de Nuestra Señora de la Salud, aunque desde su fundación utilizó la ermita que le da nombre, no la poseyó en propiedad hasta el año 1846, en que el Ayuntamiento de Córdoba celebró un convenio con el Cabildo Catedral.
Este campo santo es más pequeño que el de San Rafael por corresponder á una parte más reducida de la población, pero tiene mejores enterramientos que el otro.
En sus primeros patios se levantan ocho capillas de piedra con altares y criptas, pertenecientes á los señores Marqueses de Cabriñana, Condesa de Manzano, Marquesa de Salazar, Condes de Casillas de Velasco, Marqués de Dávalos, don Eduardo Altuna, don Rafael Cabrera y á una familia desconocida que erigió la primera del lado izquierdo contigua á la rampa de entrada, consignando la propiedad á nombre de una señora francesa cuyos restos guarda en su única fosa.
Entre las personas de valía que duermen el sueño eterno en esta necrópolis figuran el sabio religioso agustino fray José de Jesús Muñoz Capilla, el ilustre filósofo y matemático don José Rey Heredia, los eruditos escritores don Luis María Ramírez de las Casas-Deza y don Carlos Ramírez de Arellano, el inspirado poeta don Javier Valdelomar y Pineda, Barón de Fuente de Quinto, el elocuente juriconsulto don Ángel de Torres y Gómez, el venerable decano de la prensa de Córdoba don Rafael García Lovera y el docto Magistral don Manuel González Francés, enterrado en la capilla del Cabildo Catedral.
En una bovedilla del segundo patio hay una lápida de mármol blanco con un busto en alto relieve y una inscripción según la cual ocupan aquel nicho las cenizas de un "escritor distinguido" de quien no hemos podido adquirir noticia alguna; llamóse don Vicente Manuel Cociña y murió el 29 de abril de 1854, á los treinta y cinco años de edad.
Cerca de este nicho álzase un mausoleo que es, indudablemente, el más visitado, pues hasta muchas personas extranjeras van á verlo; el que conserva las cenizas de aquel torero famoso que se llamó Rafael Molina Sánchez, Lagartijo.
En cambio hay un departamento, oculto y olvidado, en que raras veces nótanse las huellas de la planta del hombre y cuya contemplación produce calofríos: el lugar donde se entierra á los desgraciados á quienes la justicia humana privó de la existencia.
En el Cementerio de Nuestra Señora de la Salud ocurrió un caso curioso: diezmaba á la población una terrible epidemia colérica y sus víctimas, apenas fallecían, eran trasladadas á la necrópolis.
En una huerta próxima juzgaron muerta á una pobre mujer atacada de la referida enfermedad y que sólo sufría un síncope ó colapso; condujéronla inmediatamente al campo santo y allí quedó en el depósito.
A las altas horas de la noche la enferma, conocida por La Melera volvió en sí y al darse cuenta del lugar en que estaba, tuvo el valor necesario para abandonar, de un brinco, la piedra que le servía de lecho; saltó por la tapia mas próxima y, corriendo á campo atraviesa, llegó hasta su casa, donde deudos y amigos lloraban sin consuelo á la difunta.
La impresión que su presencia produjo es indescriptible; baste decir que algunos doloridos se creían presa de una atroz pesadilla.
Aquella mujer vivió bastantes años después del suceso referido y no solo en su barrio sino en casi toda Córdoba se la conocía por el apodo de la resucitada.
Como contraste del anterior narremos ahora un caso cómico.
Un gitano, flor y nata del gremio de esquiladores, mantenía relaciones amorosas con una linda muchacha del Barrio del Alcázar Viejo y al galán ocurrióle la mayor desventura que pudiera sufrir un novio de su raza; á su futuro padre político le nombraron guarda del cementerio.
La noticia del destinito le produjo una impresión que no es para contada; ¡como que antes concluiría las relaciones, aunque estaba verdaderamente enamorado de la moza, que ir á pelar la pava al campo santo!.
Al fin pudo solucionarse el conflicto merced á una buena amiga de la joven que le ofreció la puerta de su casa para que en ella hablara con el cañí.
Pero la chica no se conformaba con aquel rato de palique y esforzábase para conseguir de su novio que, desechando pueriles temores, fuese á verla á su nuevo domicilio.
Tanto le picó el amor propio, llegando á motejarle de gallina, que el pobre hombre, realizando un sacrificio heróico, presentóse una tarde en el cementerio.
De dos saltos cruzó el patio de entrada, internándose en el último rincón de las habitaciones del portero.
Nervioso, intranquilo, ni atendía á la conversación de su amada ni sus labios podían articular usa frase.
La entrevista fué muy corta; apenas empezó á perderse la claridad del día el mozo, con el pretesto de que le aguardaban unos amigos para un asunto urgente, despidióse de la muchacha y se dispuso á abandonar aquella fúnebre mansión.
Alguien, conocedor de este pasillo bufo, concibió y puso en práctica una idea diabólica; enharinóse la cara y se colocó, inmóvil y ríjido, apoyado sobre una de las puertas donde le iluminaba por completo la luna.
Cuando, en el momento de traspasar los umbrales, lo vió el gitano escapósele de la garganta un grito estridente, horrible y emprendió tan vertiginosa y desesperada carrera que se habría estrellado contra la muralla de la Puerta de Sevilla sino [sic] le hubiesen detenido los dependientes del resguardo de consumos.
*
En el año 1835 terminó la construcción del Cementerio de San Rafael en terrenos de los cortijuelos llamados de la Gitana, de Pineda y de las Infantas.
Su capilla se edificó en 1849 utilizando, para el retablo, parte de la ornamentación de la ermita ruinosa de San Sebastián en virtud de un acuerdo de los cabildos Catedral y Municipal por el que se comprometía el segundo á celebrar solemnemente la fiesta de dicho Santo, el 20 de enero, en la mencionada capilla.
Decoran los muros de esta varios cuadros antiguos de escaso mérito.
No hay en el Cementerio de San Rafael capillas de propiedad particular y todos los mausoleos son modestos y sencillos.
De las personas que lograron notoriedad, cuyos restos guarda esta necrópolis, recordamos al virtuosísimo sacerdote don Agustín Moreno Ramírez; al erudito arqueólogo y excelente paisajista don Rafael Romero Barros; á los inspirados ó poetas don Manuel Fernández Ruano y don Enrique Redel; á los beneméritos cronistas de Córdoba don Francisco de Borja Pavón y don Teodomiro Ramírez de Arellano; al popular músico don Eduardo Lucena y al gran dibujante don Rafael Romero de Torres.
Y en el departamento civil hállanse las cenizas de don Fernando Garrido Tortosa, figura saliente de la república española, pintor y literato, y las de don Francisco de Leiva y Muñoz, historiador y periodista de méritos indiscutibles.
Entre los epitaños en verso que hay en ambos cementerios solo en este hemos leido uno que se sale de la vulgaridad.
Está grabado sobre una pequeña lápida que cubre parte de la sepultura de doña Dolores Ogayos Cruces, fallecida el 7 de enero de 1894 y dice así:
En mis brazos murió, boca con boca;
bebí anhelante su postrer aliento
que aumentando por grados mi tormento
desde entonces el alma me sofoca.
Yo mismo la vestí, mudo cual roca,
sin lanzar un gemido ni un lamento,
cumpliéndole un sagrado juramento,
negro manto le puse y blanca toca.
Hoy, cuando la amargura me enloquece
una dulce visión de aspecto santo
con hábito mongil se me aparece.
Compasiva me mira y cuando el llanto
mis párpados cansados humedece
las lágrimas me enjuga con su manto.
En un nicho hay una lápida curiosa, no por los versos que asímismo ostenta sino porque la hizo para que fuese colocada en su propia bovedilla el sacerdote don Diego Serrano Galindo, sacristán de la iglesia de San Andrés, que también construyó su ataud.
Antiguamente en los arcos de las primeras galerías destinadas á los nichos estaban escritas, con grandes caracteres, algunas de las inmortales coplas de Jorge Manrique.
No sabemos por qué habrán desaparecido, pues juzgamos muy oportuna la idea de quien mandara grabarlas en aquellos muros.
He aquí, ahora, dos casos cómicos relacionados con este cementerio.
Una mañana los dependientes de la necrópolis vieron, con gran asombro, asomar los pies de un hombre por el arco de una bovedilla que debía estar desocupada.
Aproximáronse adoptando todo género de precauciones y cuando, tras larga deliberación, decidieron sacar aquel animado ó inanimado cuerpo, pues nadie sabía si se trataba de un vivo ó de un difunto, el sujeto en cuestión salióse de su escondite y explicó el enigma.
Era un torero en ciernes; al asaltar las tapias del Matadero para ensayarse en su futura profesión sorprendióle el guarda y le castigó con dureza; él, en un instante de arrebato, disparóle un tiro de pistola, huyó y no sabiendo dónde esconderse para que no le detuvieran, se ocultó allí, donde había pasado la noche. La pena resultó mayor que el delito porque el disparo no hizo blanco.
Una noche de invierno, en una taberna de la Puerta Nueva, discutían varios individuos acerca del valor.
Uno se jactaba de no haber conocido el miedo y tales eran sus bravatas que otro contertulio le dijo, con el asentimiento de toda la reunión: yo apuesto lo que quieras á que no te atreves á ir ahora, solo, al cementerio.
Va apostada la cena, contestó el valiente.
Pues andando, agregó el iniciador del reto y para que pueda justificarse que has ido toma esta punta de París y la clavas en la tapia de la izquierda.
Allá fue el bravucón y media hora después entraba de nuevo en la taberna, presuroso, lívido, con el sello del terror grabado en el rostro... y sin capa.
¿Qué te ha sucedido? exclamaron sus camaradas á coro.
Pues que llegué, replicó casi sin poder hablar todavía, puse la señal convenida y, al pretender alejarme, sentí que me sujetaban primero y que me arrebataban la capa después, sin ver á persona alguna.
Sospechando que se trataba de una fábula encamináronse los bromistas al cementerio y allí encontraron el clavo y la capa, prendida con él al muro, inadvertidamente, por el protagonista de la aventura.
*
El Cementerio del Campo de la Verdad es, como ya hemos dicho, el más antiguo de Córdoba y el único que tiene carácter parroquial, pues pertenece al barrio y á su iglesia y no al Municipio como los otros dos.
Se halla contiguo al templo del Espíritu Santo y, por su sencillez, aseméjase á las necrópolis de los pueblos, llenas de una triste y dulce poesía.
Hace ya muchos años, al regreso de una gira campestre, la curiosidad infantil nos impulsó á observar por una raja de la carcomida puerta de este cementerio lo que ocurría en su interior.
Al borde de una pequeña fosa, casi oculta por la maleza, había una cajita blanca con el cadáver de un niño y un sepulturero de faz siniestra arrebatábale las cintas y flores que lo adornaban.
Más de una noche nos produjo espantosas pesadillas el recuerdo de tal escena y el terror crispó nuestros nervios al pensar que podíamos correr la suerte de aquel desventurado niño.
Las necrópolis de Córdoba están muy mal situadas consecuencia de su proximidad á la población.
Durante muchos años no se ha permitido la entrada en ellas los días de Todos los Santos y de los Difuntos, basando la prohibición en las prescripciones de la higiene pero, en realidad, con el plausible objeto de evitar espectáculos poco edificantes.
*
Lejos de la población, en el sitio llamado Arroyo de las Piedras, cerca de las ruinas de una fábrica, levántase un pequeño cementerio sin cruces en sus tumbas, siempre cerrado y solo.
Es el cementerio de los protestantes, construido por don Duncan Shaw, director de una importante sociedad inglesa que explotaba una gran fundición de plomo en el paraje citado.
*
Y allá en la cumbre de Sierra Morena, donde parece que la Naturaleza tiene un de bordamiento [sic] de vida, en el Desierto de Nuestra Señora de Belén, en las Ermitas, hay un cementerio en el que está escrito el grandioso poema de la muerte.
La calavera con la sentencia terrible

Como te ves yo me vi,

como me ves te verás;
el nicho siempre abierto, semejante á la boca de un mons-
truo que aguarda á su presa; los ríjidos cipreses que simulan dedos de una mano jigantesca señalando el camino de la otra vida, despiertan las ideas y los sentimientos en los cerebros y en los corazones en que están más dormidos y sobrecojen [sic] el ánimo del hombre más viril ...
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Lector: á la entrada del cementerio de la Salud hay un modesto panteón, sellado por la patina del tiempo, que guardara mis despojos; si me sobrevives y eres creyente, cuando visites la ciudad de los muertos eleva una oración por el humilde cronista.

Referencias

  1. Texto extraído de Notas Cordobesas de Ricardo de Montis Romero.